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Inicio » 2014 » Enero » 15 » Asesinato de César
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Asesinato de César

Asesinato de César






En el momento en que tomaba asiento, los conjurados le rodearon so pretexto de presentarle sus respetos, y en el acto Tilio Cimbro, que había asumido el papel principal, se acercó más, como para hacerle una petición, y, al rechazarle César y aplazarlo con un gesto para otra ocasión, le cogió de la toga por ambos hombros; luego, mientras César gritaba «¡Esto es una verdadera violencia!», uno de los dos Cascas le hirió por la espalda, un poco más abajo de la garganta. César le cogió el brazo, atravesándoselo con su punzón, e intentó lanzarse fuera, pero una nueva herida le detuvo. Dándose cuenta entonces de que se le atacaba por todas partes con los puñales desenvainados, se envolvió la cabeza en la toga, al tiempo que con la mano izquierda dejaba caer sus pliegues hasta los pies, para caer más decorosamente, con la parte inferior del cuerpo también cubierta. Así fue acribillado por veintitrés puñaladas, sin haber pronunciado ni una sola palabra, sino únicamente un gemido al primer golpe, aunque algunos han escrito que, al recibir el ataque de Marco Bruto, le dijo: «¿Tú también, hijo?». Mientras todos huían a la desbandada, quedó allí sin vida por algún tiempo, hasta que tres esclavos lo llevaron a su casa, colocado sobre una litera, con un brazo colgando. Según el dictamen del médico Antistio, no se encontró entre tantas heridas ninguna mortal, salvo la que había recibido en segundo lugar en el pecho. Los conjurados habían proyectado arrastrar el cuerpo del muerto hasta el Tíber, confiscar sus bienes y anular sus disposiciones, pero desistieron por miedo al cónsul Marco Antonio y al jefe de la caballería, Lépido.

A petición de su suegro Lucio Pisón, se abre y se lee en casa de Antonio el testamento que César había escrito en los pasados idus de septiembre en su quinta de Lávico y que había confiado a la vestal máxima. Quinto Tuberón dice que tuvo por costumbre, desde su primer consulado hasta el comienzo de la guerra civil, designar por heredero a Gneo Pompeyo, y que leyó un testamento redactado en estos términos ante la asamblea de sus soldados. Pero en su último testamento nombró tres herederos, los nietos de sus hermanas: Gayo Octavio, de las tres cuartas partes, y Lucio Pinario y Quinto Pedio, de la cuarta restante; al final del documento adoptaba incluso a Gayo Octavio dentro de su familia, dándole su nombre; nombraba a muchos de sus asesinos entre los tutores del hijo que pudiera nacerle, e incluso a Décimo Bruto entre sus segundos herederos. Legó, por último, al pueblo sus jardines cercanos al Tíber, para uso de la colectividad, y trescientos sestercios por cabeza.

Anunciada la fecha de los funerales, se levantó la pira en el Campo de Marte, junto a la tumba de Julia, y se edificó ante la tribuna de las arengas una capilla dorada, según el modelo del templo de Venus Genetrix; dentro de ella se instaló un lecho de marfil, guarnecido de oro y púrpura, y en su cabecera un trofeo con las vestiduras que llevaba cuando fue asesinado. Como no parecía que el día pudiera dar abasto a las personas que traían ofrendas, se ordenó que cada uno, sin observar ningún orden, las llevara al Campo de Marte, por las calles de la ciudad que quisiera. En el transcurso de los juegos fúnebres se cantaron algunos versos a propósito para inspirar la lástima y el rencor por su asesinato, tomados, como el siguiente, del Juicio de las armas de Pacuvio, «¿Acaso los salvé para que se convirtieran en mis asesinos?», y de la Electra de Atilio, de significado parecido. En lugar del elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo leer por un heraldo el decreto del Senado por el que éste había otorgado a César todos los honores divinos y humanos a la vez, así como el juramento por el que todos sin excepción se habían comprometido a proteger su vida; a esto añadió por su parte muy pocas palabras. El lecho fúnebre fue llevado al Foro ante la tribuna de las arengas por magistrados en ejercicio y exmagistrados; y mientras unos proponían quemarlo en el santuario de Júpiter Capitolino y otros en la curia de Pompeyo, de repente dos individuos ceñidos con espada y blandiendo dos venablos cada uno le prendieron fuego por debajo con antorchas de cera ardiendo, y al punto la muchedumbre de los circunstantes amontonó sobre él ramas secas, los estrados de los jueces con sus asientos y todo lo que por allí había para ofrenda. Luego, los tañedores de flauta y los actores se despojaron de las vestiduras que se habían puesto para la ocasión sacándolas del equipo de sus triunfos y, tras hacerlas pedazos, las arrojaron a las llamas; los legionarios veteranos lanzaron también sus armas, con las que se habían adornado para celebrar los funerales; e incluso muchas matronas las joyas que llevaban, y las bulas y las pretextas de sus hijos. En medio de estas muestras de duelo por parte del pueblo, una multitud de extranjeros, concentrándose en grupos, manifestó también su dolor, cada uno según sus costumbres, particularmente los judíos, que se congregaron incluso junto a la pira varias noches seguidas.

Nada más terminar los funerales, la plebe se dirigió con antorchas hacia las casas de Bruto y de Casio y, luego que fue a duras penas rechazada, se encontró por el camino a Helvio Cinna y lo asesinó, por un error de nombre, creyendo que se trataba de Cornelio, a quien buscaba por haber pronunciado la víspera una violenta arenga contra César; luego paseó su cabeza clavada en una lanza. Más tarde, levantó en el Foro una columna maciza, de unos veinte pies, de mármol de Numidia y grabó en ella esta inscripción: «Al Padre de la Patria». Durante largo tiempo continuó ofreciendo sacrificios al pie de esta columna, formulando votos y dirimiendo algunas discusiones por el procedimiento de jurar en el nombre de César.


Suetonio, Vidas de los Doce Césares, I. El divino Julio
, I 82-85, traducción de Rosa María Agudo, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1992.
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